(Imagen de «De mano en mano», cómic de Ana Miralles y Emilio Ruiz).
Hay préstamos y préstamos. La verdad es que el diccionario no aclara las cosas. Así, el DLE define préstamo como sigue:
1. m. Acción y efecto de prestar (entregar algo a alguien para que lo devuelva). El préstamo de libros se realiza por las tardes.
2. m. Cantidad de dinero que se solicita, generalmente a una institución financiera, con la obligación de devolverlo con un interés. Nos han denegado el préstamo.
3. m. Contrato mediante el cual un particular se obliga a devolver el dinero que le ha sido prestado.
4. m. Ling. Elemento, generalmente léxico, que una lengua toma de otra.
Hombre, los ejemplos hay que currárselos. Si algo no se devuelve nunca, son los libros. Conozco gente que tiene una biblioteca impresionante a base de pedir prestados libros cuyos poseedores olvidan al poco tiempo que los prestaron. Habría sido preferible poner como ejemplo bicis, faldas o huevos, aunque nunca se sabe: estos últimos no vuelven a manos del propietario, lo que te dan es un huevo diferente. ¿Para qué querríamos un huevo que no vamos a convertir inmediatamente en tortilla? Así que la primera acepción de préstamo es “lo que se entrega a otro sin saber si volverá o no”.
Luego está la segunda acepción. Esta ya es más seria, intervienen los bancos y ya se sabe que esta gente no perdona: hasta son capaces de poner de patitas en la calle a pobres ancianos que tuvieron la debilidad de avalar con su piso la hipoteca de unos hijos mala cabeza que ahora están en el paro. La acepción del DLE solo se aplica al dinero, pero también vale para coches, pisos, ordenadores, etc: sería muy fuerte que no te devolviesen estas cosas, siempre que no se las hayas prestado a un hijo tuyo, porque donde hay confianza da asco y no sería raro que se hiciese el longuis. Como lo que importa es la seguridad de recobrar lo prestado, se suelen firmar papeles, de manera que se entra suavementa en la tercera acepción, que viene a ser lo mismo, pero sin banco. En realidad es una acepción redundante. Seguro que los grandes banqueros empezaron prestando dinero en plan usurero medieval (el interés que cobran es aproximadamente el mismo), solo que la inquisición no los quema. Resumiendo, la segunda y la tercera acepción de préstamo son “lo que se entrega a otro sabiendo que volverá”.
Sin embargo, aquí hay un cruce con otra palabreja que no figura en la definición anterior: empréstito. Según el DEL (que viene a ser un DRAE remozado) un empréstito es un “préstamo que toma el Estado o una corporación o empresa, especialmente cuando está representado por títulos negociables o al portador”. Con la iglesia hemos topado: o con el estado que, al menos en España, viene a ser (casi) lo mismo. Un empréstito es, pues, un préstamo que le haces al estado sin que te lo haya pedido. No te fíes: son capaces de birlarte el préstamo, por ejemplo devaluando la moneda o permitiendo una inflación exagerada. Por eso cuando veas nubes en el horizonte financiero, ya te estás librando cuanto antes de las obligaciones de la deuda pública que tenías. Digamos que el empréstito está a medio camino entre el préstamo de libros y el de coches. Parece el más seguro y hasta se puede transferir a otra persona, pero ojo al parche. Propongo la siguiente definición: “empréstito es lo que otro te ha entregado para que le pagues por su cara bonita”.
Bueno, pues con las palabras pasa lo mismo. Los filólogos hablamos de préstamos léxicos, que es la cuarta acepción del DLE, pero realmente hay tres tipos: los que no vuelven, los préstamos boomerang y los préstamos del adepto a la secta. La primera clase es la más común: en esto del idioma, por aquello de que la lengua es de todos, somos unos jetas. Así ocurre que los hispanohablantes le pedimos prestados muchos términos al inglés –desde black friday hasta chill out– sin preocuparnos de darle algo a cambio a la lengua de Shakespeare. Como esto de los préstamos es un chollo, héteme aquí a los hispanohablantes volviéndonos locos con los anglicismos: bypass, piercing, test, airbag, container, spa. Lo malo es que al final vamos a vivir de prestado. Esa media docena de términos, que usamos tan tranquilos, son solo la punta del iceberg (otro préstamo, solo que, para despistar, en España se pronuncia tal cual y no “áisberg” como hacen los hispanoamericanos).
Fernando A. Navarro, probablemente la persona que más sabe de este asunto, titula precisamente así un trabajo en el que da a entender que si solo fuesen esas palabras no pasaría nada. Pero hay muchas más. Por ejemplo cita: after-shave, baby boom, barman, best-seller, copyright, disc-jockey, duty free, escáner, eslogan, esponsorizar, estándar, fast food, feedback, freelance, handicap, heavy metal, hi-fi, hobby, jeep, lobby, mail, new age, on-line, pedigrí, penalti, pop corn, sandwich, sex-appeal, show, spanglish, strip-tease, thriller, whisky, zoom… ¡Pare el carro, jefe, que me mareo! Lo peor de todo es que no veo cómo podríamos hablar sin estos préstamos. Vale, me puedo dar loción para después del afeitado, aunque queda muy largo. Puedo usar explosión demográfica, aunque no es lo mismo que baby boom, pues una inmigración repentina también incrementa exponencialmente la población sin que haya, de momento, bebés. Les concedo que para barman tenemos el tío de la barra, y va que arde; o, en vez de disc-jockey, mejor pinchadiscos; y al que no le guste best-seller que diga superventas, aunque esta palabra suene a elogio y la otra no. Pero no veo manera de escaparnos de copyright, duty-free, escáner, esponsorizar, freelance, handicap, lobby, pedigree, penalti, strip-tease, zoom y así cientos de palabras prestadas. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. No hace mucho que el académico Francisco Rico se burlaba de su colega Arturo Pérez Reverte llamándole, con innegable gracia, “el alatristemente célebre productor de best sellers”.
También hay préstamos léxicos con devolución, los préstamos boomerang. Se trata de palabras que parece que hemos tomado del inglés –pseudoanglicismos– y que le devolvemos mejoradas, aumentando así la impresión de que se trata de la lengua global a la que todas las demás –especialmente la nuestra– están subordinadas. Un ejemplo de lo anterior sería parking, que no existe en inglés (dicen park place) y de ahí que no tenga paralelo en otras latitudes –los italianos usan parcheggio. Sin embargo parece que los que se la inventaron fueron los franceses, que también dicen parking, y que nosotros nos limitamos a copiarlos: por eso en América, donde cuidan mucho más el idioma, se dice estacionamiento. No obstante en muchos otros casos el pseudoanglicismo es puramente hispánico: así ocurre con muchas palabras que “suenan a inglés”: llevar puesto un body, hacerse un lifting, hacer footing, practicar puenting estas vacaciones, etc. Estos términos no son anglicismos, es decir, no han sido tomados del inglés, y por eso los anglohablantes no entienden estas expresiones, pues lo que dirían respectivamente es bodice, facelift, jogging o bungee jumping.
Total que esta cantidad de anglicismos, ya se trate de préstamos sin devolución o con devolución, es un desastre. Alguno me dirá: ya nos está renegando, parece que LINGÜÍSTICA PARA FRIKIS iba de liberal, pero al final es lo de siempre: academicismo rancio del de limpia, fija y da esplendor. Pues sí y no. Vamos a ver, la economía no marcha sin crédito, pero los préstamos hay que devolverlos. Es evidente que si quieres abrir un negocio, tendrás que pedirle prestado al banco y luego descontar de tus ganancias el importe del préstamo más los intereses. Lo malo es cuando le pides más de lo que eres capaz de devolver, pues al final siempre viene la quiebra. Algo de esto sucede con el exceso de préstamos léxicos. Llega un momento en que tu lengua ya no es la tuya, sino la de los otros. Tantas palabras de otra cultura te ves forzado a usar que al final formas parte de la misma. Pero en precario porque -no nos engañemos-, en realidad, tu inglés suele ser deplorable, cuando no inexistente. Tan inexistente como la propiedad del piso que ocupas pero que no acabarás de pagar hasta dentro de cuarenta años.
Los franceses, que son muy suyos, se inventaron una medida coercitiva que sometía los préstamos léxicos al control del estado (francés: el nuestro no pasa de estadillo): la ley Toubon. Se llama así en honor del ministro Jacques Toubon que el 4 de agosto de 1994 consiguió que se aprobase la ley n.º 94-665 por la que se sancionaba con multas a los funcionarios, comercios y periodistas que empleasen extranjerismos. El pueblo, siempre tan cachondo, la llamó ley Allgood, traduciendo literalmente la pronunciación del apellido del ministro “tout bon” (“todo bueno”). En la línea de Toubon los catalanes, que también son muy suyos, aprobaron una serie de normas para multar a los comercios cuyos carteles estuvieran en castellano. Bueno, pues si se pasean por París o por Barcelona verán el escaso éxito que han tenido estas medidas. En realidad, la gente habla como le da la gana y si una cultura está de moda, su lengua irradiará inevitablemente por todas partes. Tanto es así que hay un montón de marcas comerciales españolas que utilizan el inglés para su reclamo publicitario: Springfield, Aristocracy, Bershka, Logitravel, Rastreator, Bankinter, contra lo que pueda parecer, no son británicas ni norteamericanas. Pero no solo el inglés: Massimo Dutti y Marco Aldany son empresas españolas, pese al brillo italiano de su patronímico (hasta Alfonso Rus, aquel político de Játiva al que pillaron contando billetes en pleno chanchullo, tenía una empresa de tejidos llamada Rusetti). Y así un largo etcétera: Keraben, Boomer, Tintoretto, Loewe, Panama Jack, Camper, Indra, Kelme, etc. Ya saben, si quieren que su negocio atraiga al personal, bautícenlo con un nombre inglés, italiano o, muy pronto, chino. Olvídense del uzbeco, del húngaro o del quechua: no molan.
Curiosamente, lo que vale para las marcas no es aplicable a los nombres de persona: no existen antropónimos falsamente ingleses, existen –y en abundancia– ingleses de verdad. Aquí habría que hablar más bien de empréstitos léxicos porque el que se beneficia del prestigio cultural es quien lo está ofreciendo, entre luces de neón y brillos de pasarela, a los incautos pardillos de otras lenguas. En España los chicos que nacieron en torno a la década de los cincuenta se llamaban José Algo: José Luis, José Alfonso, José Ramón, José Antonio, José Francisco… Las chicas eran todas María Algo: María Dolores, María Pilar, María Teresa, María Mercedes, María Luisa, María Isabel… Eran años de exaltación religiosa en los que el prestigio de la Virgen y de San José, su desvaído marido, realzaban el producto. Luego la Sagrada Familia se cayó del calendario, siendo reemplazada por Papá Noel, y los chicos y chicas de los sesenta y setenta dejaron de ser José y María. Digamos que se quedaron en los puros huesos, simples Luis, Alfonso, Ramón, Antonio, o Dolores, Pilar, Teresa, Mercedes. A finales del siglo XX hicieron su aparición los nombres extranjeros, sobre todo anglos, también en onomástica. Primero con timidez, allá por los ochenta, para las chicas: Vanessa, Ruth, Rebeca, incluso alguna audacia como Jennifer. Ya sé que Rebeca y Ruth vienen de la Biblia, pero la gente o no lo sabe o no le importa, los percibe como ingleses y su origen está en las pantallas. En seguida, ya en nuestro siglo, proliferaron con desfachatez, tanto para chicos como para chicas, mezclándose con otras procedencias exóticas: Jocelyn, Betty, Helga, Jonathan, Yvonne, Emma, Allison, Beyonce, Brenda, Doris, Malcolm, Dennis…; también Boris, Olaf o Aixa.
Hace pocos años el veinte por ciento de las chicas de uno de mis cursos se llamaba Vanessa. Hemos vuelto a las Marías: dentro de poco tendremos Vanessa Luisa, Vanessa Amparo y así. Esto es una orgía extranjerizante, solo atenuada con algunos nombres procedentes de otras lenguas de España como Meritxell, Anxo o Ainhoa. Desde luego, si en estos tiempos a los padres de un chaval se les ocurre llamarle Pepe y a su cría Maribel, lo más probable es que les hagan mobbing (o sea puteo) en la escuela. Como que es una vergüenza llamarse así, vaya manera de provocar. Sin embargo, menos humos: aunque estos de ahora se crean muy modernos, lo cierto es que durante la II República española la gente tenía nombres más o menos ideológicos –Patria, Lenin, Libertad– que funcionaban como verdaderos empréstitos onomásticos.
Lo de los préstamos y los empréstitos léxicos tiene mucha miga, así que no se lo tomen a la ligera y consulten siempre a un especialista. Su vida social ganaría mucho con cuatro o cinco préstamos del inglés estratégicamente situados en la conversación. Yo recomiendo siempre las exclamaciones: –Llegué tarde a la cita, my dear, qué desastre! Seguro que su pareja les perdona. Pero no se les ocurra pronunciar “mi dear” porque estropearían todo el efecto. Y en cuanto a los préstamos onomásticos, más vale pasarse que quedarse corto: si es usted farmacéutico y ha inventado un mejunje para ayudar a los marchosos a potar, emético Woodehouse quedaría de cine, aunque sea un nombrecito difícil de pronunciar y de recordar, sobre todo en el estado en el que se encuentran (los marchosos) después de estar libando toda la noche; en cambio, vomitivo Restituto sonaría de lo más cutre. En fin que lo más sensato será abrir una cátedra de Prestamología en la universidad. Ya las tienen de Turismo, de Cocina y de Educación Física, conque no creo que desentone. Me lo estoy pensando seriamente: con esto de que nuestros políticos han prometido garantizar nuestras pensiones, veo el futuro de lo más negro y estoy poniendo remedio. Porque los colegas de Derecho y de Medicina abren bufetes y consultas, pero nosotros, los de Letras, ya me dirán.
Tus observaciones son muy interesantes. El turismo de las palabras (porque lo que planteas es como si las palabras hiciesen..turismo) es como el de las personas,:España les gusta.debe ser por el tiempo y la gastronomía.
El otro día me acordé de tí pensando en el «Condicional inmobiloiari o» del tipo: :»aquí ESTARÍA la cocina (lo dicen siempre con una cocina delante·»
Nada espero no haber «espoileado» algún «post»en preparación
Viva tu blog , Ángel (la letra con risa entra) Abrazos
Gabi
Como siempre, Gabi, gracias. Ah! y no te preocupes, no has espoileado nada. Si se te ocurre algún tema para tratar, dímelo y veré qué hago. A mandar
Hola, me ha gustado mucho, y aportado más, porque refuerza el análisis del lenguaje que hago – cuando sale a colación- , y sobre todo «me hago» con los ¿mal? llamados extranjerismos.
Me encanta el tono (¿) humorístico que le das pero que esconde verdades como rocas (son piedras grandes, ¿no?) .
Sigue con el blog , aporta, distiende, y ayuda .
Un abrazo
Mage
Gracias, Mage, me alegra que te guste. Intento envolver el caramelo en papel de humor para que pase mejor. Un abrazo
Sólo tengo una objeción al artículo y es que el ejemplo de los libros no me parece tan malo. El préstamo al que hace referencia la frase, que sólo se realiza por las tardes, parece referirse a un préstamo que hace una biblioteca más que un amigo, y las bibliotecas no olvidan los libros prestados salvo que estén muy mal gestionadas.
Estoy de acuerdo en que el préstamo de libros es un mal negocio para personas que individualmente los prestan, en ese caso un préstamo si es «lo que se entrega con la esperanza de que exista una remota posibilidad de que vuelva, o si no al menos de que la persona a la que se ha entregado lo que sea de vez en cuando recuerde que lo tiene y se sienta mal, o si tampoco, pues nada, peor es morirse».