¡UY LO QUE HA DICHO!

(Acuarela de Ana Miralles, publicada en Cosmopolitan)  

 

Los tabús o tabúes (del maorí tapu, “prohibición”) son palabras que no se pueden decir porque los miembros de una sociedad las consideran peligrosas, indecentes o simplemente inconvenientes. La peligrosidad es cosa de épocas antiguas y va ligada a la teoría del pneuma, según la cual no se deben pronunciar ciertos nombres porque ello supondría la apropiación de su referente. Lo más usual era la prohibición del nombre de Dios y de ahí que en la Biblia este fuera Yahvéh, que es la pronunciación de cuatro letras sucesivas, YHVH, que significan “yo soy el que soy”. También es frecuente el tabú que veta los nombres de las personas nobles, los cuales no podían pronunciarse, bajo pena de muerte, en muchas tribus africanas como la de los galla de Etiopía: tanto es así que cuando los reyes se designaban con nombres de animales, por ejemplo león, al fallecer el soberano era obligatorio cambiar de nombre al rey de la selva en la tribu de los bahimas de África central. Mira que hay pueblos pintorescos, se dirán. Pues no: en la antigua Grecia, los sacerdotes de Eleusis también tenían un nombre sagrado, que era secreto, y, cuando morían, se grababa en tablillas y se sepultaba en el fondo del mar para que nadie lo supiese jamás. El colmo del tabú lo encontramos entre los zulúes, donde era tan exagerado que alcanzaba a todas las palabras que sonasen de manera parecida al nombre real, las cuales debían cambiar de inmediato.

En fin, cosas de antiguos y de salvajes. Los modernos, que somos gente civilizada, no creemos en esta clase de tonterías. Ahora ya no hay nombres prohibidos, todos somos iguales y no necesitamos apodos secretos. Por eso, cuando quiero acceder a mi correo electrónico, a mi cuenta bancaria o simplemente entrar en mi facebook, voy y entro. Pare el carro: necesita un nombre de usuario y una contraseña (password), que estamos cambiando continuamente por si acaso. Si no lo hace, no le castigarán con la pena de muerte, pero de la ruina o del ostracismo (que viene de ὄστρακον, relacionado con la concha de la “ostra”, sin duda de lo que se aburrían) no le libra nadie. Bueno, bueno, digamos que nos parecemos a lo sacerdotes de Eleusis, que queda muy fino. De acuerdo, aunque también a los galla, mucho menos glamourosos, lo que ya no nos gusta tanto: ¿no se han enterado de que una misteriosa cátedra de la memoria histórica de la Universidad Complutense ha recomendado suprimir los nombres de una docena de escritores, presuntamente fascistas, de las calles de Madrid? Vale, pero por lo menos me reconocerá que no pasa nada si mi nombre suena como el del jefe del estado, hasta me permito burlarme de él si me da la gana: el ayuntamiento independentista de Vacarisses ha desairado al rey Felipe VI al quitar su retrato del salón de actos del consistorio y colgar un minirretrato suyo junto a la enorme foto de Artur Mas (que encima es mucho más bajito). ¡Pues vaya con la audacia de estos rupturistas de pega!: en Xàtiva llevan haciendo eso desde hace muchos años con el retrato de Felipe V, solo que colgándolo boca abajo; y, si bien se mira, a finales de la dictadura también nos atrevíamos a hacer lo mismo con los sellos de Franco en las cartas.

Tocado. Sin embargo, concédanme que, si bien todavía hoy resulta peligroso difundir según que palabras o imágenes, el tabú de la indecencia es cosa del pasado. Todos sabemos que antiguamente no se podía aludir a temas sexuales y mucho menos hablar directamente de ellos. Por eso la literatura española está llena de ejemplos de pudibundez. Y no me vengan con supuestos contraejemplos de la Celestina o de la Lozana andaluza porque se trata de obras subversivas llenas de personajes pertenecientes a un mundo marginal. Las obras serias respetaban escrupulosamente los tabús sexuales y podían leerse a los niños de una guardería. Como las del célebre Samaniego, el autor de aquellas fábulas entrañables –¿recuerdan La cigarra y la hormiga?– que tutelaron nuestra formación moral en la niñez y al que pertenece la siguiente, titulada El cañamón:

Cierta viuda, joven y devota,
cuyo nombre se sabe y no se anota,
padecía de escrúpulos, de suerte
que a veces la ponían a la muerte.
Un día que se hallaba acometida
de este mal que acababa con su vida,
confesarse dispuso,
y dijo al confesor: -Padre, me acuso
de que ayer, porque soy muy guluzmera
sin acordarme de que viernes era,
quité del pico a un tordo que mantengo,
jugando, un cañamón que le había dado
y me lo comí yo. Por tal pecado
sobresaltada la conciencia tengo
y no hallo a mi dolor consuelo alguno,
al recordar que quebranté el ayuno.
Díjola el padre: -Hija,
no con melindres venga
ni por vanos escrúpulos se aflija,
cuando tal vez otros pecados tenga.
Entonces, la devota de mi historia,
después de haber revuelto su memoria,
dijo: -Pues es verdad: la otra mañana
me gozó un fraile de tan buena gana
que, en un momento, con las bragas caídas,
once descargas me tiró seguidas
y, porque está algo gordo el pobrecillo,
se fatigó un poquillo
y se fue con la pena
de no haber completado la docena.
Oyendo semejante desparpajo
el cura un brinco dio, soltó dos coces,
y salió por la iglesia dando voces
y diciendo: -¡Carajo!
¡Echarla once, y no seguir por gordo!
¡Eso sí es cañamón, y no el del tordo!

¡Vaya con el literato ilustrado! ¡Para eso llevaba peluca, para ocultar la liviandad de su mente! No puede uno fiarse de nadie. Por lo menos habrá que convenir en que, ya que no el tema, las palabras soeces sí que eran tabúes. En los versos precedentes hay alusiones rijosas, pero nunca se nombran las cosas directamente.

Es cierto: ahora hemos superado todos los tabúes, basta ver los programas televisivos, las tertulias y demás muestras de la franqueza española, tan característica de la época que nos ha tocado vivir y por la que tenemos fama en el mundo entero. Somos gente desinhibida y sin tabúes. Nadie nos podrá acusar de melindrosos, morigerados o falsos. ¿Que hay que escribir una novela, filmar una película o simplemente contar nuestro último fin de semana?: se espolvorea la narración con abundantes escenas de cama, se elige un protagonista bocanegra, de los que sueltan un par de tacos por cada palabra normal, y, si aun quedase espacio, se inserta alguna escena de casquería con mucha sangre para hacer juego. Así no hay tabú que se resista, todo es claro como el agua. Un conocido mío acaba de presentar una novela al Planeta que se titula La tetona ecologista y no quieran ver cómo se despacha describiendo morosamente todos los atributos sexuales de los protagonistas. Eso sí, hay alguna que otra cosa rara: así, mientras escribe valientemente que él la tenía más gorda que una berengena [sic], de ella afirma que era una mujer dimensionalmente expandida, aunque luego glose jocosamente el volumen de sus senos; también es curioso que en otra escena, esta vez de una orgía, sostenga que ellos y ellas estaban salidos y salidas revolcándose en el sofá.

En fin, que el sexo siempre da algo de corte por aquello de Freud (¿o era de Lacan?). Pero lo que ya no es posible encontrar hoy en día son expresiones política o socialmente inconvenientes. Aquí se acabaron los tabúes. En buena hora. ¿Quieres criticar al gobierno o al alcalde?: adelante, ningún problema, para eso están las redes sociales. ¿Quieres sugerir que tu suegro es dipsómano y tu suegra, ninfómana?: no te cortes, hasta te perdonarán que a él lo llames borrachuzo y a ella buscona.

Ahora bien: no todo vale. Pocas bromas con el jefe, ese tipo desagradable que cuando no ladra solo habla de fútbol, pues tiene muy malas pulgas: mejor llamarle soso que bestia. Tampoco me burlaría de un vecino mío tildándole de conejo porque solo coma acelgas y zanahorias y menos para decirle que por qué no se zampa un par de huevos fritos con panceta y luego se fuma un puro con un carajillo. Ni me tomaría a cachondeo los melindres que le hace una compañera de trabajo a su gato, aunque tenga abandonado a un hijo de tres años en la guardería de sol a sol. Y, en fin, no se te ocurra criticar a ese amigo que va corriendo a todas partes vestido de ropa fosforescente y con extraños aparatos en las extremidades.

¡Hasta ahí podíamos llegar! Nuestra sociedad es políticamente correcta, vegana, animalista y deportista, a mucha honra, de manera que la palabra carnicero ha llegado a ser el peor insulto imaginable. Y es que, a fuerza de haber tabuizado casi todo, hemos llegado a creer que estamos libres de pecado. ¡Que Santa Lucía nos conserve la vista y san Bocazas la palabra!

Un comentario

  1. gabriel alonso escribió:

    Puntualización; el cuadro de Felipe V en Játiva está boca abajo desde 1941. Lo pone en un letrerito al lado de ésa pieza del Museo.

    Lo de las contraseñas como tabú tiene que ver con el significante y el significado. Lo prohibido no es la palabra sino su uso delante de un teclado y ante un diseño de pantalla determinado: Si digo que «tragaldabas» es ni password puede que la esté cagando, pero si digo que yoi soy un tragaldabas no pasa nada

    Muy interesante el artículo, como siempre da mucho que pensar

    03/03/2016
    Responder

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