En el supermercado se puede comprar leche entera o leche desnatada y se encuentra café o café descafeinado. Por la misma razón, en el lenguaje se estila el discurso normal y el discurso estrujado. El lenguaje estrujado se consume para adelgazar el discurso, porque uno desea causar buena impresión en los demás y no parecer un pelmazo, o por motivos de salud, porque a la gente le sienta mal el lenguaje entero. El primero es un estrujamiento formal, el segundo, de contenido. Baltasar Gracián, probablemente el clásico menos conocido de nuestro siglo de oro, es el padre de un género estrujado que él mismo definió en estos términos: “más vale quintaesencias que fárragos”. Contra lo que parece, son aforismos que encierran un estrujamiento del contenido en un espacio mínimo, consejos con mucha miga. Gracián no tuvo el éxito que se merecía en la época que le tocó vivir porque lo que se estilaba era el discurso ampuloso y barroco, el llamado culteranismo. La valoración del conceptismo del Oráculo Manual, que así se llamaba la obra de Gracián, tendría que esperar hasta nuestro siglo, quinientos años más tarde. Fueron los expertos en marketing los que lo convirtieron en un verdadero bestseller a partir de la publicación del libro de Christopher Maurer, “The Art of Worldly Wisdom: A Pocket Oracle”. Y no es para menos. Consejos como El misterio en todo, por su mismo secreto, provoca veneración. Incluso al darse a entender se debe huir de la franqueza; o como El sagaz prefiere los que le necesitan a los que dan las gracias. La esperanza cortés tiene buena memoria, pero el agradecimiento vulgar es olvidadizo y es un error confiar en él; o, en fin, como Evitar las victorias sobre el jefe. Toda derrota es odiosa, y si es sobre el jefe o es necia o es fatal. Siempre fue odiada la superioridad, y más por los superiores, son verdaderas perlas de comportamiento sagaz en la selva social.
Otro clásico en el arte de estrujar el lenguaje, este de hace un siglo, fue Ramón Gómez de la Serna con sus famosas Greguerías. He aquí varias muestras: Al calvo le sirve el peine para hacerse cosquillas paralelas; o: El verdugo es igual al antropófago: los dos matan para comer; o: Todos los pájaros son mancos; o: Los cocodrilos están siempre en pleno concurso de bostezos; o en fin: Cuando la mujer pide ensalada de frutas para dos perfecciona el pecado original. Las greguerías son ingeniosidades más divertidas que profundas. Parece que a comienzos del siglo anterior caminábamos hacia un estrujamiento frívolo, es decir, formal y tan apenas de contenido, del lenguaje. En los locos años veinte Ramón Gómez de la Serna, Ramón para los amigos, no desentonaba, era un poco dandy y le gustaba figurar.
No obstante, esa época también caducó. Ahora, cuando la principal virtud social es eso que llaman “postureo” y la literatura se ha convertido en bestsellers basura, parece que hemos pasado página y que el lenguaje estrujado ha dejado de estar de moda. Sin embargo, mira por dónde, inesperadamente está resucitando con singular vigor. Lo curioso es que ya no se aspira a pulir la forma ni el contenido, ahora solo importa la cantidad: porque los mensajes no pueden tener más de ciento cuarenta caracteres, una treintena de palabras. Hablo de los tuits, claro. Pero fíjense que esta economía radical de recursos se contradice con las posibilidades del medio digital en el que se expresa. Uno no puede pasearse por ahí con el diccionario de la RAE en el bolsillo ni con la Biblia en el bolso y menos aún con la enciclopedia Espasa en la guantera del coche por si esa sobrina marisabidilla te pone en apuros con preguntas difíciles. Bueno, pues todo ello cabe junto en un USB, en un pincho. Y sin embargo hay miles de entusiastas de las redes sociales que se esfuerzan por ajustar sus discursos al consabido sesquicentenar de caracteres.
Los tuits no solo son cortos por la forma, también pueden ser profundos por el contenido. Cada día se lanzan quinientos millones de tuits en el mundo, así que la mayoría son estupideces triviales. Pero no siempre. Solo del día en que escribo estas líneas entresaco estas dos agudezas: A mí lo único que me molesta de los franceses es el andamio ese que tienen en medio de la capital; o: –¿Tiene pastillas del día después?; -Claro, venga mañana; y al mismo tiempo, sendas simplezas: Que nunca nadie nos quite la idea de creer que alguien está pensando en nosotros en este preciso instante; o: Hay capítulos de los Simpsons que he visto más veces que a algunos familiares míos. En época de grandes convulsiones también abundan los tuits de contenido político. Fíjense en este: –¿Usted cómo llegó a Ministro? -Verá, era electricista, fui a un aviso a la Moncloa y dije «estoy aquí por lo del enchufe», y hasta ahora. O en este: He seguido a un político en Twitter y me ha robado 2.000 seguidores. Tampoco este es manco: El PP ha prometido bajar los impuestos y crear empleo. A ver si aprenden los sinvergüenzas que gobiernan ahora. Algunos son muy concisos: La declaración de la renta nos sale a emigrar. Otros lo son menos: El nacionalismo catalán y el nacionalismo español se curan viajando; a Suiza, normalmente.
La pregunta que nos formulamos es la de si estas muestras de lenguaje estrujado se obtienen estrujando un fragmento de texto normal, igual que se obtiene el café descafeinado quitándole la cafeína al café normal, o bien si existen plantas que producen directamente los aforismos, las greguerías o los tuits. Lo primero sucede cada vez que hacemos un resumen: escribes un artículo y te piden que antes pongas un abstract (o sea un resumen). Vas con tu mujer de viaje y a la vuelta, si le preguntan a ella, cuenta con todo detalle y hora tras hora lo que habéis hecho, pero si te lo preguntan a ti contestas: –Bien. Sin embargo también se pueden producir discursos estrujados que salen directamente de la planta o del animal, como si hubiese cafetales que dan granos de café descafeinado o vacas que dan leche desnatada.
Para esto sirven los injertos y las manipulaciones genéticas. Parece que la gente de ahora, los nativos digitales, hemos sufrido una mutación genética que no afectó a Gracián y a Ramón: ellos estrujaban el lenguaje, nosotros lo proferimos ya así. La mutación consiste en que no decimos abiertamente lo que hay que decir y solo nos atrevemos a soltarlo quintaesenciado en un tuit. Además, casi siempre nos escondemos detrás de un apodo, de un nick, que queda más elegante. Es lo que hace unos años se llamaba degeneración democrática y en la época franquista, simplemente miedo: ahora, por lo que se ve, mola.
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